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Cultura

La Pieza

"Crónicas a Contraluz" es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo", es la frase que parece guiar al autor.

Estaba en un sitio que era apenas una cruz en el registro catastral. Cuando aquellos días lo conocí especulé que devino en un lugar de personas mayores.

Los autos envejecidos que circulaban eran pocos y los transeúntes menos. En cualquier caso, algunos carteles indicaban negocios diversos. El de la panadería era anaranjado enmarcado en azul y con letras fileteadas tiernas.

Llegué al anochecer, sin nada. La mudanza de lo que faltaba se haría al otro día. Las horas anteriores a la noche las pasé entre la cocina y el comedor. Tenía papeles que revisar y guardar.

En el momento de cerrar la casa, la lluvia había cesado. A la última ventana le puse tranca porque fallaba. Me sentía inquieto, tal vez por ser la primera noche. Tenía la impresión de que alguien se movía en la casa. Fui hacia la pieza, palpé, la llave de la luz no estaba en ninguno de los costados de la puerta.

Entré en una penumbra densa. El olor en el aire era de naftalina y otros que traen los viejos encierros. En la búsqueda de la llave pisé un gato que maulló exagerado, como esos jugadores de fútbol que agrandan la falta y el dolor. El gato escapó.

Agudicé la audición, la hice girar por el espacio y me convencí de que no estaba solo en la casa. Traté de serenarme, eso no era posible. Decidí cruzar en diagonal y ahí se produjo el encontronazo. Tres personas gritamos juntas y de igual manera.

¡Hijo de puta nos chocaste!, se escuchó. Perdón, no hay luz y pensé que caminando en... dije, pero no pude terminar, el otro me tapó. ¡Pero dónde pusiste la mano! ¡Sacá la mano de ahí haceme el favor!, dijo uno de voz gruesa.

El de la voz fina como Eugenia, mi ex, dijo que lo soltara del cuello que lo estaba asfixiando. Perdón no sabía que había gente. ¿La llave de la luz, por favor, saben dónde está?, pregunté ya más repuesto. Enfrente tuyo y apurate que hace un montón que estamos aquí, dijeron.

Me acerqué y encendí la luz y no sé por qué tuve la necesidad de hacer flexiones. Diez hice. Los otros se pararon y me miraron boquiabiertos, como a un objeto extraño, forastero en esta galaxia.

Disculpen, ¿pero ustedes no...? pregunté mientras hacía el gesto de maniatado. Para nada, dijeron juntos y siguieron, nosotros estábamos ahí sentados esperando que alguien iluminara, porque no somos de acá, somos de allá. Todo esto, como dije antes, hablando al mismo tiempo y con marcadas gesticulaciones.

¿Pero cómo llegaron hasta acá?, dije. El de la voz fina fue hasta la puerta y explicó. (Se suma el de voz gruesa que mima lo que el otro va contando). Entramos por acá. Después que pasamos el marco vimos las dos sillas (asombro ante el descubrimiento) y nos sentamos (juegan a equivocarse y cediendo la silla uno a otro hasta que finalmente se sientan. Los dos se peinan).

¡De pronto lo veo!, está sobre una mesita alta, impresiona, retrocedo. Los de las voces diferentes van hacia el gato, lo agarran y lo acercan.

Está embalsamado. Ulises se llama, mirá, está escrito en la casaquita, tocalo no te va hacer nada. No sé porque lo embalsamaron. Lo mismo hicieron con nuestra madre, horrible (deduzco que los dos siempre hablaban al unísono. Se sientan).

El felino era negro de ojos azules. La cola, rígida, tenía la forma del signo de pregunta de cierre. Conjeturamos que comía el queso de las ratas por eso lo deben haber encontrado así, inflado como un tonel, dijeron.

¡Llévense esa cosa de aquí!, grité. Imposible. Nos pidieron que no salgamos de la pieza, así que por ahora no podemos complacerlo, dijeron mientras se miraban y asentían el uno al otro.

Resultaba patético, pero los dos estaban vestidos de manera payasesca, uno en color fucsia, el otro en amarillo como se estila en los talleres mecánicos. De pronto desde afuera y la parte superior de la pieza escuchamos un ruido atronador, como si los techos de la manzana se hubiesen derrumbado.

El flaco de la voz finita tiró a Ulises por los aires, corrió y se aferró a mis piernas, el de la voz gruesa, lo mismo y en un salto de gimnasta impresionante se me subió a caballito. No sé cuál de los dos lo acerca, pero frente a mí veo un cartón que dice: S.O.S somos del Circo Ermanos Sifón. Aunque en el momento daba lo mismo advertí que hermanos estaba escrito sin h.

Vuelve a escucharse el tremendo ruido. Quiero salir de la pieza a cualquier precio, arrastrando al que está aferrado a las piernas y al que cuelga de mi espalda. ¡Somos del circo! ¡Somos del circo! ¡Nos vamos mañana!, gritaban trágicómicos los dos hombres.

Me sacudían como a un tilo joven. De golpe se escucharon dos disparos. Pausa estirada. Miré para todos lados. No entendía nada. Sentí que de la rodilla al tobillo corría algo húmedo, me toqué, era una melaza colorada. ¡Sangre!

Recién en ese momento vi que el de la voz finita se desprendía y yacía a mis pies en la pose del Cristo de La piedad. De la misma manera el de la voz gruesa resbaló de mi cuerpo al piso y allí quedó. Su mueca me recordaba a Medusa... ¡Caravaggio! ¡Caravaggio!

Me temblaban las piernas, arrodillado toqué los cuerpos. ¡Muertos, están!, murmuré. Me dispuse hacer respiración artificial, abrí grande la boca, pero el asco me ganó. De todas maneras hubiese sido inútil, como dije, ya habían fallecido. Corrí hacia la perilla y como un muñeco de mecano la subí y bajé varias veces.

Tuve una idea. Con mucho trabajo cargué a cada uno de mis compañeros por tan poco tiempo y los acomodé en las sillas. No perdieron las poses artísticas tan lamentablemente logradas. Me pareció que quedaban estéticas.

Ulises me miraba patas arriba, lo levanté y lo deposité en su pedestal. Otra vez sentí el deseo irrefrenable e hice flexiones, diez, pero esta vez las acompañé con un jadeo estimulante. Terminado el ejercicio, saqué el peine del bolsillo de atrás del pantalón y me peiné.

El de la voz fina cayó al suelo, rígido, de manera aparatosa. Copié la posición de la escultura El pensador y la mantuve un momento. Dejé de pensar en formato Rodin. Miré que todo estuviese en su lugar, fui hacia la perilla y apagué la luz, la pieza quedó en penumbras, me senté en la silla que había quedado vacía. Me acomodé como un personaje de Lino Enea Spilimbergo. Oí que a los lejos alguien estaba escuchando el momento icónico, Fortuna de Carmina Burana.

La lluvia volvió, oí las gotas sobre el tejado. No pude evitar pensar en la gata sobre el tejado de zinc caliente cuya idea, evidentemente, es puro simbolismo sexual. Ulises me miraba impávido desde su pedestal. El viento feroz arrasaba con todo lo que se ponía a su alcance. La sospecha de un tercer tiro tomó por asalto mis pensamientos.

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