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Opinión

Creo en el padre

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

Papá se lavaba intensamente manos y brazos con agua de la bomba y la barra de jabón beige que parecía esperarlo en un cuenco de chapa a la derecha de la pileta. El tambo era pequeño y cada vaca tenía su nombre. En días de barro y bosta las botas quedaban a la miseria y costaba caminar. Nunca pareció cansado. Todo lo hacía lentamente. Es que el sol recién salía y el día era largo. El tazón de café con leche, pan y queso, el repetido desayuno.

Papá entregaba la leche en "la Santa Fe" adonde íbamos de visita porque el encargado, Alberto Volz, con su mujer y todas sus hijas, nos esperaban siempre como parientes y amigos. Allí se hacían reuniones del Centro Juvenil Cooperativista de SanCor, que lo contaba entre sus fundadores. Esto lo recuerda un reloj que me entregaron en el 2000 en Devoto, para memoria. Detrás de esas horas, un padre obstinado, rezongón, a pura voluntad y trabajo, me iba dejando una buena cantidad de ejemplos, sin decirlos, sin exigir, pero obligando a fuerza de testimonios.

En ese tiempo las diferencias de opinión se manifestaban en la feria o en el boliche de Lehmann los domingos después de misa en Presidente Roca. No recuerdo que a nadie le hayan degollado dos terneros ni le hayan incendiado la parva por no ser de tal partido o de tal otro.

Creo en el padre que enciende la vida con sólo llamarla, que la sirve y la custodia como un pedazo de sí mismo; que hace de la palabra familia un hogar de fuego encendido y fundamento de amor, implícito o explícito.

Creo en el padre que cada mañana antes de la partida deja un beso en la pequeña frente con el cuidado necesario para que los ángeles no se espanten. Creo también en el padre que con el beso deja un poco de su ánimo incierto, porque no sabe si hoy será la vez en que algo encontrará para celebrar la vuelta a mediodía.

Creo en el padre que asume su rol y que nunca se va aunque deba ausentarse, que sabe volver aún sin regalos.

Creo en el padre que canta el himno en la escuela y baila cumbias con la más chiquita que ríe y tropieza.

Creo en el padre que finge una estirada mientras la pelota traspasa la línea gloriosa del gol, para el grito alocado del número 10 que apenas camina.

Creo en el padre que llegó después y toma el camino de los nuevos hijos que no engendró pero que asume con un futuro sin pasado.

Creo en el padre que no confunde comprensión con complicidad, compañerismo con trampas, firmeza con opresión.

Creo en el padre que acompaña y respeta a la mujer que convirtió en madre; que se humilla ante Dios y pone el pecho ante quien sea.

Creo en el padre que sabe que el cariño de un hijo no cotiza en una billetera sino en un corazón, del mismo modo que el regalo en un domingo de junio no redime las ausencias del resto de los meses.

Creo en la paz que brota del abrazo y en el grito rebelde y testimonial que defiende la justicia y camina en las manifestaciones, llevando un estandarte legítimo y expresivo. Es el mismo que se abrazó en la tribuna con la barra de compinches cuando todo se volvió cielo de gol y pasión del uno a cero.

Los que tenemos esperanza renovada cada día tropezamos con los que llegan, engendran y se van; con los que nunca dejaron de ser machos para ser los padres de un error, una confusión, una borrachera, un gesto violento del que sólo pretende mostrar lo que puede y nunca lo que debe. Y también aquellos que sintieron el calor de otra hoguera y dejaron detrás tizones de tristeza y olvido.

Los padres esperanzados solemos confundir a nuestros hijos cuando les decimos que son chicos para ciertas cosas y ya están grandes para ciertas otras.

Estamos tratando de explicar -y que ellos mismos nos expliquen- por qué hay padres que maltratan al país que les dio la cuna, su tierra y horizonte. Resulta difícil mostrar el ejemplo de moral habitando en la mentira. Cómo explicar el sentido de la Justicia cuando los hijos también leen en el diario el bamboleo de la balanza, que duda en usar la misma pesa para medir las faltas de una gallina robada y un patrimonio nacional quebrado.

La voz cascada del padre que ya camina lento y depende de pastillas y reposo, es la voz que no aprendió su paternidad en ningún manual, ya que no hay tutorial que valga para ejercer la patria potestad asumida y compartida, pero que puede dejar, antes de la caída final, la oportunidad para decirle gracias. A lo mejor él no sepa bien por qué, pero vos sabrás con el tiempo que te quedaste corto, que ya es tarde, que hizo lo que no supo pero sí lo que pudo. Entonces rezarás el credo simple del hijo que ahora le toca ser padre, lo que el viejo luchador intentó durante una larga vida.

Creo en el padre, finalmente, que edifica las bases del monumento a la madre, estrechando entre sus brazos a la suprema institución que fue base institucional de las repúblicas y que, ahora, cuando ya la promesa matrimonial no es para siempre, la familia se desmembra en jirones de desencuentros. Al final, sólo al final nos daremos cuenta de que el esfuerzo por preservar la célula de la sociedad valió la pena.

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