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Opinión

El mensajero de la Reina

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

José Donna era un joven que se había casado hacía muy poco en Pilar. Para asentar su nuevo estado civil, se puso a buscar algún trabajo para poder desempeñarse, ya que no tenía conocimientos ni experiencia suficiente en tareas agropecuarias. Alguien le sugirió que busque en Rafaela, un pequeño pueblo que estaba en formación y podía necesitar operarios.

El Mensajero

En Rafaela tenía ya su negocio de almacén y ramos generales don Juan Zannetti, a quien Donna conocía desde su infancia en Pilar. Zanetti tenía, además, una estafeta postal en un local junto a la iglesia parroquial, frente a la plaza. Por casualidad -o causalidad tal vez- Donna alquiló una vivienda vecina a la de Zanetti; esto le facilitó un encuentro en el que le pidió trabajo. Un empleo de la estafeta postal fue suyo y su ocupación consistía en distribuir la correspondencia a los habitantes del pueblo y de los campos. Lo hacía cabalgando, con responsabilidad y rapidez, por lo cual se ganó la confianza del vecindario. Como consecuencia de ello, le confiaron la mensajería hacia y desde Pilar, adonde se dirigía periódicamente José como una suerte de comisionista.

Mientras continuaba su misión como mensajero de la colonia, amplió su servicio. Compró un elegante carruaje descapotable, de los que servían como coches de paseo, de exhibición, de festejo o de miniturismo. Lo que fuere, contaba con la presencia de su "victoria" apostada en el centro del pueblo. Es lo que se llamaba en su momento "cochero de plaza". Las damas distinguidas eran las clientes más habituales. Rara vez era utilizado por parejas, ya que las costumbres ponían un velo de timidez, visto como una muestra de debilidad entre los hombres.

Al frecuentar el centro del pueblo, por razones de trabajo, se le ocurrió "vestir" con gramilla a la plaza central, por primera vez, lo que atrajo la atención y simpatía de los habituales paseantes y alentó a las autoridades a realizar más aportes para el lugar.

José Donna estaba al tanto de todo lo que ocurría en el pueblo; su relación con el vecindario era comunicativa y cordial, aunque se cuidaba de llevar y traer los chismes habituales. Su lema "ver, oír y callar" era valorado e inspiraba confianza. Ya retirado de la actividad, contaba la anécdota de un juez que aprovechaba su rango para practicar el cuatrerismo, un delito particularmente condenable entre los colonos. Fue así como, ya descubierto y corrida la voz entre los vecinos, se agruparon para hacer justicia por mano propia, ya que el encargado de ejecutarla era juez y parte. Enterado el presidente comunal Pedro Avanthay, evitó que la cosa pase a mayores, pero con otro grupo de vecinos, tomaron al juez delincuente y, atado, lo llevaron hasta Pilar para que se haga justicia.

La Reina

Un día de octubre de 1910, José Donna fue el mensajero encargado de entregar una carta en el domicilio de Gabriel Tamagnone y María Peretti, con el remitente del Diario "El Liberal". En realidad, el sobre no iba destinado a ellos sino a una de las cuatro hijas, Margarita, de 18 años. El breve mensaje le comunicaba que había sido designada reina de Rafaela. La designación no tenía antecedentes y no consta que haya sido elegida por concurso ni por jurado alguno, simplemente parece haber sido una iniciativa del diario al estilo de otras poblaciones.

Margarita Tamagnone, la precursora de las reinas que fueron surgiendo en pueblos, clubes, instituciones culturales y eventos, era la mayor de las cuatro hermanas; la seguían Bernardina, Catalina y Gabriela. Había nacido el 6 de agosto de 1892 y fue alumna de la escuela particular que dirigía Casilda Michelot de Castro.

La distinción, llamativa de por sí para la época, no tuvo mayores celebraciones, salvo una referencia enjundiosa del diario patrocinante, una fotografía gentileza de Emilio Galassi, las felicitaciones de todo el pueblo, la algarabía del grupo de amigas que se habían formado juntas en la escuela y el ineludible paseo en el coche de José Donna, convertido en carroza para que la morena belleza recorra el pueblo y reciba el saludo de los jóvenes y los pañuelos blancos de sus congéneres, con los que ocultaban su porción de envidia.

Más intuido que visto, Mario Vecchioli describe ese tiempo pueblerino cuando dice: "La historia simple se trasvasa en pueblo / y el pueblo es la acre polvareda / o el barrizal intransitable / cuando las lluvias se descuelgan" … "Pueblo del tiempo cándido y virtuoso / del almidón en las enaguas frescas, / el alcanfor agudo de los trajes, / el abanico de marfil y seda" … "Este es el tiempo lindo / del palo enjabonado de las fiestas, / los valses y mazurcas en las dulces / tardes organilleras. / Y la banda de música / que alegra las retretas".

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